Pasó El tiempo y mi fe en Dios se afianzaba cada día más, yo era una pésima estudiante, no porque no estudiase o esforzara, que lo hacia la máximo, sino por problemas derivados de un accidente de circulación cuando tenía 4 años, que mermó considerablemente mi capacidad de percepción y memoria.
Pero aunque parezca contradictorio, tenía una gran memoria para la asignatura de Religión. No era de extrañar para mí, pues vivía a aquellos pasajes del evangelio con tanta intensidad que todo mi empeño era poderlos llevar a la práctica en los acontecimientos de mi joven vida.
Asistía a Misa cada domingo, frecuentaba la confesión y la comunión para mi era una gran Fiesta. Hasta entonces todo parecía anunciar que tenía un futuro brillante como cristiana. Pero hubo cambios en mi vida de infancia que me afectaron profundamente.
Por un lado la incomprensión de mi padre y de mi abuela materna, y por otro lado, la soledad de una niña que no disfrutaba de todo el cariño que necesitaba en esa edad tan tierna.
Mis padres trabajaban muchas horas al día para conseguir mejor confort, y status social, y cuando dormían la abuela me tenía en absoluto silencio.
No me dejaban salir a jugar a la calle por miedo que me atropellaran los coches y tenía que jugar con más imaginación de la habitual con la vecina, ella desde su balcón y yo desde el patio del gallinero. La otra niña se llamaba Juli, y se aburría de jugar a distancia, trabajos tenía en retenerla en su balcón.
Como no tenía hermanos, recogía a todos los niños gitanos del barrio y los entraba en mi casa, (muy a escondidas de mi feroz abuela), los conquistaba para que se dejaran lavar, peinar, a cambio de un poco de pan con sal y aceite o pan con azúcar y aceite, pero en el reparto tenía que entrar también mi perro Panchito. Cuando ya estaban bien lavados, incluso los piojos, entonces les enseñaba a contar y a recitar el abecedario.
Recuerdo que fue una época bastante difícil, una gran soledad interior y exterior, esa soledad la aproveché para conocerme esos rincones que tenía cerrados a mi realidad presente, no acordarse de quien es uno, de cómo se llama, es muy duro. Gustaba de pasarme horas pensando, razonando las experiencias y escribiéndolas para no olvidarlas. Es esa edad en que empiezas a tener un relativo conocimiento del mundo de los adultos.
De esta etapa de mi vida, saqué las siguientes conclusiones:
1.- Si algún día yo tuviera un hijo, procuraría que no tuviese la soledad de no tener a otro hermano.
2.- Si algún día yo tuviera un hijo: Trabajaría para vivir dignamente, pero jamás le robaría a mi hijo«El tiempo de ternura, el tiempo de compañía, el tiempo de enseñanzas, el tiempo de amistad, el tiempo de juegos y tantos tiempos más que a mi me faltaron».
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3.- Aprendí, que el confort era relativamente importante y que lo que realmente nos debía de confortar era vivir juntos los tiempos de familia, vivirlos con amor.
*En mi experiencia adulta, siguen prevaleciendo estas ideas de mi infancia pero con más comprensión, mis padres como todos quieren dar lo mejor de lo mejor a sus hijos, el problema surge cuando no hay comunicación entre los padres y los hijos y sus necesidades afectivas no son cubiertas.
¿Quién podía sospechar que la pequeña Cecilia vivía sólo con Dios, los animalitos y los gitanos?,una soledad que me sirvió aún con dolor conocer quién era Dios Padre y Dios Espíritu santo.
No anoté en mi diario los años que tenía cuando viví intensamente esa Soledad de Dios, pero calculo que unos 10, quizás menos, ya que desde los 6 años tenía costumbre de pasar horas enteras en una cabaña que me construí con cañas y lonas para conocer a Dios Padre.
Con ternura.
Sor.Cecilia Codina Masachs O.P